¿Por qué (a algunos) no nos gusta hablar por teléfono?

¿Por qué (a algunos) no nos gusta hablar por teléfono?

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Algunos días cuando suena el teléfono me pongo a temblar. No es porque espere el resultado de unas pruebas médicas o porque tenga acreedores longevos, es porque hay veces, según el día, que me incomoda hablar por teléfono y, sobre todo, llevar un aparato encima a través del cual pueden localizarme en cualquier momento y en cualquier lugar.

Ya se lo dije una vez a un amigo muy llamador: que porte constantemente uno de estos odiosos ingenios no quiere decir que tenga que estar siempre disponible, siempre alerta, siempre dispuesto a atender a cualquiera que quiera contactar conmigo. Hay gente que tiene una pulsión irrefrenable que le urge a contestar al teléfono, se da una fuerza extraña que obliga a sus músculos a hacer esos movimientos, aunque tenga que interrumpir cualquier otra ocupación. Si no llegan a tiempo, llaman de vuelta a continuación, con una furiosa curiosidad por saber quién llamo o qué quiere. Lo importante parece estar siempre al otro lado de la línea, aunque no se sepa lo que es. Yo muchas veces lo dejo sonar o pongo el modo silencio, con gesto de disgusto. Si eso ya escribiré más tarde.

-       ¿Malas noticias? – me preguntan cuando me ven mirar el móvil con horror mientras suena.

-       No exactamente.

La mala noticia es que me llamen.

Y no solo eso, levantarme por la mañana de un día laborable sabiendo que me esperan X llamadas de trabajo, a personas que nunca he visto en mi vida, con las que tendré que charlar un buen rato, para luego colgar y no volver a oír su voz jamás. Eso sin mencionar las incómodas llamadas de teleoperadores, vendedores de seguros de vida o insistentes gabinetes de prensa. A veces está uno mensajeándose con alguien, tratando algún asunto, medio dormido o de resaca y ese alguien, para acelerar, decide llamarte. Entonces no tienes escapatoria: hay que cogerlo y fingir una voz de persona razonable. Afortunadamente el aliento no se huele, aún, a través de las ondas hertzianas.

Leo en un artículo de Héctor G. Barnés para El Confidencial que este fenómeno tiene un componente generacional. Las generaciones mayores, los boomers, que se criaron en el auge de la llamada telefónica (y de la televisión) son más propicias a hablar de viva voz (y a ver la tele). Las generaciones de millenials y en adelante nos hemos criado en el auge de la mensajería, desde tiempos de los sms al WhatsApp, pasando por el correo electrónico, (y en Internet), de modo que preferimos escribir un mensaje (y perder el tiempo en la Red).

Ahora tenemos las videollamadas, que es la última vuelta de tuerca de este problema, porque te ven la cara, las ojeras, el pelo sucio. Cuantas veces uno se planta enfrente de una videollamada y se ve, de pronto, una cara horrorosa, despeinado y grasiento, con pinta de necesitar una ducha o una siesta. Lo peor de las videollamadas es que nos devuelven, por primera vez, nuestra propia faz en actitud de escucha. Ahora sabemos si ante lo que nos cuentan ponemos cara de alegría o de tedio, o si estamos distraídos mirando a las musarañas, de modo que la videollamada nos obliga, además, a un acting constante que antes dejábamos a los funcionamientos autónomos del cuerpo humano. Es una de las razones por las que las videollamadas pueden resultar extenuantes.

No solo eso: cuando nos toca tomar la palabra, al menos a mí me pasa, en vez de mirar el rostro de mis interlocutores escuchándome, no puedo evitar mirar mi propio rostro hablando, que es algo que tampoco nunca nos fue mostrado, a no ser que diéramos discursos frente al espejo del baño. Verme hablando me resulta tan hipnótico que a veces hasta me trabo, como cuando te ponen unos auriculares por los que escuchar tu propia voz con cierto delay.

La era de las telecomunicaciones tiene visos de terror, cómo no añorar el tiempo de las cartas, la diligencias, las palomas mensajeras, las relaciones epistolares, donde todo el mundo parecía expresarse con pausa y sin legañas, porque nunca uno se imaginaba que le iban a escribir una misiva de esa guisa.