Los monjes del zen del entretenimiento viajero.

Los monjes del zen del entretenimiento viajero.

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El viaje dura unas cinco horas. Hay un señor de cierta edad que, después de dejar su maleta ha venido con las manos en los bolsillos, tan pancho, se ha sentado al lado de la ventana y se ha pasado todo el viaje mirando por la ventana, no sé si completamente fundido con el paisaje, o absorto en una dimensión paralela que se abre dentro de su mente, una especie de Netflix cerebral que solo parecen tener algunas personas, sobre todo de cierta edad, o algunos expertos en las más profundas técnicas de meditación.

Viajo con frecuencia y siempre veo a gente así en el tren o en el autobús. Personas que parecen no necesitar más entretenimiento que estar ahí, en el mundo, existiendo. Recuerdo hace unos años, cuando yo aún era joven y la tecnología no era tan avanzada: viajaba pertrechado con todo tipo de artefactos de entretenimiento. En una pequeña mochila que llevaba a tal efecto recopilaba un aparatoso discman para escuchar discos compactos, de esos que se entrecortaban a cada poco cuando te movías, una funda con unos 50 discos (la mitad bajados de Napster), dos o tres libros por si me cansaba de uno, una libreta y un boli para apuntar ideas o escribir algún texto, el periódico del día y hasta un pequeño radiotransistor, como el que todavía usan algunos señores para escuchar el fútbol por la calle. Iba a aprovechar el tiempo.

Ahora todo eso ocupa muy poco: la radio (y los podcasts), el periódico, el discman, los discos y el bloc de notas van todos montados en el smartphone, en mi ebook puedo transportar cientos de libros entre los que volverme loco saltando de uno a otro. Además, si llevo el ordenador portátil ultraligero puedo trabajar e incluso ver alguna película descargada de una plataforma. Pero el caso no es ese, el caso es que mientras que yo he necesitado y aún necesito entretenimiento o trabajo para sentir que no pierdo el tiempo en los trayectos, hay otras personas que no lo necesitan en absoluto: tienen por delante un tedioso viaje de unas cinco horas y ni se inmutan. En su mismo caso, sin ningún artefacto de los descritos, yo entraría en pánico o depresión instantánea. Y eso que a veces, de tanto material del que dispongo, no me concentro en nada ni nada hago, pero al menos sé que puedo hacerlo. Ellos llegan, como este señor,con las manos en los bolsillos y se sientan a admirar, algo adormecidos, ese monótono patchwork geológico que es la meseta castellana.

Siempre pensé que esas personas que viajan a pelo eran gente sin inquietudes, personas sin la suficiente previsión para evitar el aburrimiento: ¡solo hace falta llevar un libro! Pero ahora las miro de otra manera. Quizás es que yo estoy completamente carcomido por los estímulos del mundo contemporáneo y con la necesidad, tal vez impuesta, de aprovechar el tiempo a manos llenas. Entretenerme, aprender, producir, mientras a mi vera pasan a toda velocidad los campos de Castilla que glosaron los poetas. Y quizás esos señores y señoras que viajan a pelo, fundidos con el paisaje, con los rayos de sol que filtran las nubes, con los pequeños pueblos perdidos en la llanura, con la cordillera tremenda que se aproxima al fondo, con su propia respiración en ese mismo instante, son los seres más autosuficientes y evolucionados que viajan en este tren Alvia con destino Gijón. Debe ser eso. Aun así, prefiero no probarlo.