Por qué confiar.

Por qué confiar.

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Hay personas empeñadas en escrutar con lupa el trayecto por el que las lleva el taxista. Al salir del supermercado revisan minuciosamente el ticket de compra, aunque mida tres metros. Siempre tienen que comprobar por ellas mismas la información que les ofreces. Vigilan como halcones que el camarero no sirva primero a una mesa que ha llegado después. Al sentarse en el teatro escanean alrededor y fantasean con unas mejores localidades que la taquillera les ha ocultado por alguna razón secreta. Tal vez estas personas son precavidas, tal vez eso piensan ellas, pero en realidad son desconfiadas. Conozco a muchas. 

Todas las conductas descritas son razonables: es razonable comprobar que no te timen en el supermercado, es razonable comprobar que no se te cuelen en la cola del paro. Pero muchas personas, las personas desconfiadas, viven en constante estado de alerta por si les dan gato por liebre en cada esquina. Creo que viven sometidas a un tremendo estrés que les hace más infelices, como si tuviesen pocos motivos para sufrir. Bien mirado, debe ser horrenda la sensación de vivir en una sociedad donde cualquier vecino quiere aprovecharse de ti, qué tremendo desasosiego tener que analizar siempre las intenciones del prójimo, las ventajas y desventajas que se producen cada situación de la vida. 

Yo soy una persona muy confiada. Esto tiene sus desventajas: es más probable que me timen, que se aprovechen de mí, que me saquen ventaja de forma ladina. Pero es un riesgo que asumo en pos de una vida mejor. Esta es mi lógica: si de cada 10 veces me engañan 20, un 20% (porque no creo que la gente que me rodea sea tan aprovechada), prefiero vivir tranquilo, aceptar ese 20% de engaño y disfrutar del otro 80% de honestidad, que vivir estresado el 100% del tiempo por si las moscas. Qué importa que un día se me cuele un macarrilla en la cola del after hours o esperar un día un poco más por el rollito en el restaurante chino a cambio de mi serenidad. El mundo en el que vivimos no es, por el momento, una jungla en la que tengamos que estar peleando constantemente con los demás por conseguir cosas, aunque algunos se empeñen en convertirla en algo parecido. 

Todo esto no es anecdótico: la sociedad entera vive una tremenda crisis de confianza. Los datos demuestran (por ejemplo, el Barómetro de Confianza de Edelman) que se desconfía en las instituciones, en el gobierno, en los científicos, en los medios de comunicación, en las versiones oficiales, por eso ganan peso los populismos, las teorías de la conspiración o las pseudociencias. La confianza es importante para el funcionamiento del sistema: tenemos que confiar en que el dinero vale algo (de hecho, solo vale porque confiamos en ello), que nuestros alimentos y medicinas no están envenenadas, que nuestros políticos van a gobernar, no a nuestro gusto, pero al menos honestamente (aunque muchos se empeñen en demostrar lo contrario) o que nuestros ahorros no se van a volatilizar de nuestra cuenta bancaria de la noche a la mañana. 

La vida es una continua prueba de confianza, porque no podemos sobrevivir por nosotros mismos: una sociedad es una red de confianza mutua. Eso no quita, ojo, que dentro de esa confianza, no debamos estar atentos a posibles fraudes, engaños, malas praxis, etc. Periodistas, reguladores, policías, etc, son o deberían ser los maestros de la sospecha para que los demás vivamos más tranquilos. 

Además de la confianza institucional, está la confianza social, que es la que describía al principio: no tanto en el gobierno, la ciencia o los medios, sino en nuestros vecinos de cada día, nuestro camarero, nuestro taxista, la persona que, de noche, nos cruzamos por la calle. Hasta nuestra pareja o nuestros hijos. Las sociedades donde hay más confianza es donde la gente vive más feliz. La desconfianza inflamada hace nuestra vida peor. Fíense de lo que digo.