Madrid Escape Room.

Madrid Escape Room.

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Lo primero que hizo Madrid cuando me bajé del tren fue secuestrar mi vejiga. No había ido al baño en todo el viaje, tres horas y pico desde Santiago de Compostela, así que fui directo a los servicios, con la esperanza de aliviarme antes de pillar el metro. Como hacía mucho tiempo que no pisaba la estación de Chamartín (si soy sincero, no recuerdo si la pisé en alguna otra ocasión), seguí diligentemente las indicaciones visuales que señalizan la ruta. Al llegar a mi destino, no di crédito. ¡Había que pagar para entrar en los baños!

Ok, es posible que mi sorpresa parezca excepcionalmente paleta a la gente refinada de la capital, pero no estoy acostumbrado a realizar ningún tipo de desembolso antes de ir al servicio. Normalmente, meo gratis, algo que, hasta el momento, nunca había considerado un privilegio.

El chantaje me pareció intolerable. Cómo es posible que, en Madrid, faro libérrimo de Occidente, se me impusiera, nada más llegar, un impuesto revolucionario sobre mis necesidades fisiológicas. Era inaudito. Si no pagaba, no meaba. O, al menos, no con la discreción que tales asuntos requieren a las personas sobrias.

(Una cosa es que tenga aspecto de indigente enajenado y otra, muy distinta, que no tenga reparos al adoptar sus maneras).

Consideré, entonces, las dos únicas alternativas que se presentan en ese tipo de circunstancias: emborracharme lo suficiente para zanjar mi cuita urinaria entre dos coches del parking o rendirme ante el cruel (¡pero muy astuto!) dios del capitalismo.

Con el orín apremiando, me di por vencido. Claudiqué ante Adif, ante el Ministerio de Transportes y ante la avariciosa madre que parió al tipo al que le pareció sensato poner una tasa al os retretes.  

Pagué el precio convenido en la entrada (¡un eurazo!), esperé un segundo a que se me permitiera el acceso y atravesé el torno metálico. La gestión es rápida y sencilla, salvo que sufras un apretón y tengas que sentarte a parlamentar inmediatamente con el señor Roca. En ese caso, es probable que se te haga eterna.

Al entrar en los servicios, mi estupor se multiplicó por diez. No me cabe duda de que fueron diseñados pensando en la posthumanidad, no en el atajo de viajeros sudorosos que allí nos encontrábamos. Sencillamente, no estábamos a la altura estética del lujo que nos rodeaba. La luz blanca cenital lo bañaba todo dotándolo de una pátina de prestigio. Brillaban los grifos, las piletas y los espejos, pero no los mortales insípidos que se afanaban en satisfacer sus minúsculas necesidades humanas. El futuro había llegado a nuestras excrecencias, pero no al resto de nuestro cuerpo.

Aturdido por el sthendalazo, entré en uno de los cubículos. Me pareció un poco más estrecho de la cuenta, pero suficientemente confortable. Me bajé la cremallera y miré al frente. Cientos de luces led de colores me invitaron a relajarme. Entonces, empecé a escuchar los sonidos de la naturaleza. Y no, no es una metáfora. A través de un discreto altavoz, llegó hasta mí el gorjeo feliz de unos pajaritos y el arrullo de un viento lejano. Mi cuerpo se encontraba en Madrid, pero mi mente viajaba a miles de kilómetros de distancia. Estaba, quizá, en la selva amazónica o en medio de la jungla o en cualquier otro lugar del mundo dominado por la naturaleza bruta.

En ese instante, decidí sentarme en el retrete. Había entrado sin ganas de desahuciar a los topos de mis entrañas, pero me encontraba tan bien que quise sacarle el máximo rendimiento a mi pequeña inversión.

¿La mejor evacuación de mivida? Hum, no lo sé. Top 5 seguro.

Salí del cubículo pensando que Adán y Eva defecaban en esas mismas condiciones. Cuanto más lo medito, más rabia me produce que no acatasen la norma divina. Estoy convencido de que los lujos del Edén merecían el esfuerzo ínfimo de no comer fruta de temporada.  

Antes de salir al (ahora) mucho más prosaico mundo real, me dispuse a lavar mis manos en una de las piletas premium. Su espejo no sólo reflejó mi lamentable aspecto, sino que, además, proyectó en su superficie información meteorológica y noticias de actualidad. También me ofreció unos consejos elementales de aseo y cuidado íntimo, en plan: “Lávate las manos durante al menos 20 segundos”. Que el coaching higiénico se circunscribiese a consejos tan básicos me hizo sospechar que el baño tenía un concepto terrible de los seres humanos.

Abandoné la estación de Chamartín reflexionando muy fuerte sobre lo que había sucedido. La experiencia había sido, en sí misma, placentera, pero me incomodaba que los poderes públicos hubieran accedido a que algo semejante se comercializase. Hay cosas que deberían permanecer fuera del mercado. Por ejemplo, el orín y las heces.

Pensé, también, en la larga lista de dificultades que afrontan los madrileños en su vida cotidiana. Los centros de salud colapsados, los pisos inhabitables, los curros precarios, la ausencia de zonas verdes… ¿Cómo es posible que se permita algo así?

Llegué, entonces, a la única conclusión posible. Madrid no es una ciudad. Nunca ha tenido la intención de serlo. Es, en realidad, la Escape Room más grande del planeta. Lo que los profanos interpretamos como trabas a la supervivencia, son pruebas de astucia diseñadas para que los madrileños den lo mejor de sí mismos.

También cabría pensar, es cierto, que los obstáculos económicos y sociales son una estrategia de las élites para segregarse de los pobres, pero un comportamiento similar me parecería de tal mezquina inhumanidad que no puedo ni tan siquiera concebirlo. Prefiero pensar que se trata de un juego ingenioso comandado por Isabel Díaz Ayuso, José Luís Martínez-Almeida y otros líderes del mismo palo. Necesito creerlo para mantener la cordura y no sucumbir al espanto como si fuera el desgraciado protagonista de un cuento de Lovecraft.

Si se piensa detenidamente, mi tesis explica muchas cosas. Explica, en primer lugar, que en Madrid lo complicado no sea salir de la zona de confort, sino entrar en algún momento. Explica, asimismo, algunos de los proyectos megalómanos de sus dirigentes políticos. La pirámide azteca que se proyectó en el distrito de Hortaleza, por ejemplo, es una propuesta mucho más sensata cuando se asume que la capital de España es, antes que nada, un gigantesco parque de atracciones. En ese contexto, permitir que Nacho Cano oficie sacrificios en la cima de un templo al grito de “¡Más alto! ¡Que nos oiga Miguel Ángel!” es algo perfectamente razonable y cabal.

Si este es el destino que los madrileños han escogido democráticamente para sí mismos, lo respeto, pero deberían advertir a los visitantes de algún modo para que no les pille por sorpresa. Podrían, por ejemplo, cambiar el nombre de la estación Madrid-Chamartín-Clara Campoamor por el de Madrid-Chamartín-Battle Royale y el del aeropuerto Adolfo Suárez-Madrid-Barajas por el de los Juegos del Hambre-Madrid-Barajas. También podrían convertir la Plaza del Sol en la Plaza del Calamar. No es necesario que los currantes disfrazados de personajes infantiles hostiguen a los turistas que no realicen consumiciones, pero es una idea que se podría tantear.  

Cavilando estas movidas, me volví a Santiago de Compostela tres días después. Necesitaba alejarme del equivalente a Dark Souls de las ciudades y reencontrarme con los hábitos tranquilos del norte. Llamadme blando, pero prefiero pasarme la vida en el modo fácil.

Al llegar a la estación, visité los baños, que me acogieron con la fría simpatía de costumbre. Los encontré limpios e higiénicos. No necesitaban ninguna aduana en la puerta para ofrecer una experiencia suficientemente buena. No obstante, sentí que me faltaba algo. Orinar me pareció, otra vez, una cosa anodina e insustancial. Mis heces ya no eran premium, sino tan vulgares como las de cualquiera.

En ese momento, sentí nostalgia de los pajaritos jubilosos que, encerrados en una placa de luces led, me acompañaron en la deposición de la semana anterior.

Su alegría impostada bien valía uno de mis malditos euros.

El capitalismo había vuelto a ganar.