El dinero.

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El dinero, que es la sangre de la civilización, en Navidad importa aún más. Se celebran grandes sorteos de lotería a través de los cuales mucha gente sueña con un golpe de suerte que lo cambie todo: emanciparse del capitalismo, abandonar el trabajo y vivir como un rey. Muchos grandes y pequeños empresarios se frotan las manos esperando ganar mucho dinero vendiendo juguetes, perfumes, centollos, whiskys o drogas. El común de los mortales se prepara para un notable de desembolso de dinero, si es que la economía personal lo permite. Los que no tienen dinero, los pobres, han sido objeto de especial atención por estas fechas, cuando estas fiestas conservaban cierta raigambre cristiana (muchas veces hipócrita); ahora, en el credo neoliberal y la falsa meritocracia, el desprecio al pobre es tal que no se le hace caso ni por Navidad.

El dinero es una cosa fascinante, de naturaleza extraña, que condensa el trabajo, el estatus, la explotación, el mundo, que sube y que baja, que fluye, en cuyo nombre nos levantamos a diario de la cama y se cometen las mayores atrocidades. Casi todo puede transformarse en dinero, por eso señalamos con extrañeza esas cosas (como la sonrisa de un niño, un amanecer y otras cosas cursis) que no tienen precio, por eso son preciosas. El dinero, dijo Wallace Stevens, es un tipo de poesía.

Es preocupante que vaya desapareciendo el dinero físico, las monedas y los billetes, porque así el dinero se convierte en un concepto cada vez más metafísico y misterioso: una cantidad que solo existe en forma de número en una cuenta corriente. Cada vez se asemeja más a una puntuación, a la “barra de vida” de los personajes de los videojuegos, una entelequia que mide la vitalidad que le resta a un jugador: si nos dan golpes o nos disparan esa barra va menguando, pero completando misiones o tomando pociones mágicas podemos recuperarla. Los mendigos no pueden mendigar si no existe el dinero físico, aunque ya hay en ciertos países escandinavos mendigos con datáfono. Alguno habrá por aquí que acepte Bizum.

La llegada de la tarjeta contactless también le añadió al dinero un extra de intangibilidad y fantasía ciberpunk. Con solo pasar la tarjeta a unos centímetros de la máquina se borran unos números de nuestra cuenta corriente y nos dan un bien material o un servicio. Cuando por fin tuve una, harto de meter y sacar, me imaginé pasándola por todos los objetos del mundo, comprando las farolas, el sol, los perritos. Pasando la tarjeta por la frente de las personas para comprar su voluntad y dominarlas.

En la peli In time, que protagoniza Justin Timberlake, vemos un mundo en que las personas llevan un reloj en cuenta atrás en el antebrazo que dice el tiempo que les queda de vida, y que pueden mantener estable trabajando y siguiendo las normas (me recuerda al crédito social que han puesto en práctica en China). En un capítulo de la serie Black Mirror nuestro estatus se mide por los puntos que nuestros conciudadanos nos dan en la red social, de modo que dependemos completamente de la forma en la que nos ven los demás, que nos pueden aupar al éxito o hundir en la miseria. Así percibo el dinero, como ese número menguante y creciente, que decide nuestra manera de vivir (e incluso nuestra esperanza de vida), como esa categoría extraña que casi casi resume nuestra existencia. ¿Quién fue? No: cuánto dinero tuvo.