Cuando Internet era un fin.

Cuando Internet era un fin.

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Hubo un momento en que Internet era un fin y no un medio. “Navegar por Internet” era una actividad novedosa y se navegaba sin propósito alguno: uno pululaba por aquella red neonata a través de exploradores como Netscape con la misma predisposición que alguien que pasea por un parque de atracciones o se adentra en una selva desconocida.

Por las noches, cuando en mi casa ya nadie usaba el teléfono fijo, desenchufaba el aparato y enchufaba el modem, que emitía los mismos sonidos que un ogro rascando con sus uñas mugrientas una pizarra. Al cabo de un rato sucedía el milagro, y estábamos conectados a Internet, aquella ventana a los prodigios del mundo. No había blogs, no había redes sociales, ni Napster, ni Netflix (aunque había porno), no había Google, lo más parecido eran algunos buscadores de poca potencia, como Yahoo! o Lycos, que contenían menús temáticos de webs sobre música, motor, historia o misterio. Ahí me enganchaba hasta altas horas de la madrugada, sin hacer nada y haciendo de todo. La gente iba a los cibercafés a hacer ninguna cosa en concreto, simplemente “a estar un rato en Internet”.

Todo tardaba en cargar una eternidad. Las fotos pornográficas, en aquel mundo calentorro que no requería pasar por el quiosco, se cargaban línea a línea, durante minutos, de modo que se tardaba en saber a qué cuerpo pertenecía cada píxel o si lo que se desplegaba ante nosotros era un culo o un codo. Las personas no tenían perfiles digitales, solo algunos, los que sabían programas o pagaban algo de dinero, tenían sus propias páginas personales con sus fotos, sus textos, su currículum, pero quien la tenía era visto como un verdadero emprendedor, porque desplegar tu personalidad en la Red no era tan sencillo como ahora. No había casi adultos, tu madre no estaba en Facebook, no había Facebook. El diseño de las páginas era rudimentario y tendía al colorinchi, al pixelazo, a la pequeña animación gif. No fue hace tanto, pero parece la prehistoria. Igual que existe el término prehistoria para definir el periodo de tiempo anterior a la escritura, debería existir un término que diferenciara la historia antes y después de Internet.

Una tarde, después de tomar una cerveza adolescente con mi amigo Álvaro, volvimos cada uno a su casa (de nuestras familias, vaya) decididos a conectarnos vía telemática. Abrimos Yahoo! Messenger y hablamos en directo. Hola. Hola. ¿Eres tú? Sí ¿De verdad? Me parecía pura ciencia ficción hablar con otra persona en tiempo real a través de una computadora, como de peli del espacio. Bueno, en las naves espaciales hablaban por videoconferencia, cosa que llegaría tiempo después, que se populariza ahora, y que cotidianiza definitivamente el futuro. Luego vinieron otras aplicaciones, como el archiutilizado MSN Messenger, o el chat de IRC.

En aquellos tiempos el chat también era un fin en sí mismo. La gente chateaba en Internet para hacer amigos, no para comunicarse con los amigos ya existentes o resolver asuntos laborales. Había salas donde decenas de personas, ocultas bajo nicks de estética hacker, hablaban de cualquier cosa; también había salas temáticas sobre diferentes asuntos. Recuerdo que hice algunos amigos por la época, por ejemplo, YoungGirl19: una chica de Logroño con la que hablé algunas tardes. Es extraño porque nunca supe nada sobre ella, más que era una chica de 19 años logroñesa. Quizás ni lo era, algunos amigos se dedicaban a hacer pasar por chicas murcianas de 21 y vacilar al personal.

Nuestra conversación nunca trató sobre nada específico, ni se alcanzó tampoco ninguna intimidad especial, pero si le cogí el cariño de ser una de las primeras personas con la que hablé telemáticamente, aunque hablásemos solo del tiempo. Lo importante no era el mensaje, era el medio, como había dicho antes McLuhan. A veces fantaseo con haberme cruzado a YoungGirl19 en la vida atómica y palpable alguna vez, pero es que ni siquiera hubiera dispuesto de información para identificarla.

Aquella Internet bisoña y semidesierta, como un Far West a conquistar, sin empresas, sin partidos políticos, sin publicidad ni ofertas, sin legiones de trolls de ultraderecha, sin ciberataques rusos. Una red plagada de amateurs, diletantes, visionarios, como muestra la serie Halt and catch fire. Dice el estudioso Evgeny Mozorov, al que entrevisté una vez, que aquella Internet no era tan impoluta, sino que ya estaba atravesada por el poder corporativo y gubernamental, promovida por el Pentágono y Wall Street. “La idea de que, allá por 1990, los usuarios tenían algún poder que ahora hay que ‘restaurar’ es sencillamente ilusoria”, dice Mozorov. Pero el caso es que lo parecía, al menos desde la habitación llena de posters de un chaval de Oviedo.

Parecía una Internet virgen y utópica por la que corretear y que no te agobiaba desde el smartphone, que no era una parte insidiosa de tu cuerpo. La red se ha convertido en una fuente de desigualdad y división, como señaló el mismismo creador de la World Wide Web, Tim Berners-Lee. Internet ha perdido la belleza de las cosas inútiles, la misma que tiene la poesía, y se ha convertido en una extensión de los peores rasgos de los demás y de nuestra oficina. Pensábamos que Internet iba a ser un paraíso paralelo de libertad y creación sin fin, una utopía: al final, lo que tenemos es el fango de Twitter y lo que viene es Metaverso.