Coaching negacionista.

Coaching negacionista.

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La psicología positiva ha pasado de moda. Llevamos demasiado tiempo enfrentándonos a un escenario postapocalíptico como para creer en los psicólogos risueños que aseguran que si lo deseas muy fuerte puedes conseguir lo que te propongas. A estas alturas, ni siquiera confiamos en las tacitas bienintencionadas que nos dicen, con la mejor de sus sonrisas, que éste va a ser un gran día. Nos conformamos con seguir tirando, a poder ser, sin síntomas de Covid.

Ahora lo que de verdad lo peta es el negacionismo, una corriente filosófica antigua como el ser humano que ha hincado sus raíces en el shock pandémico y ha florecido copiosamente.

Negacionistas los ha habido toda la Historia, normalmente amparados por un cuerpo de firmes creencias religiosas. Los cristianos, por ejemplo, han disfrutado siempre poniendo en tela de juicio la ciencia. De hecho, en los EE. UU. todavía se pueden encontrar fieles que no se terminan de creer la movida esa de los reptiles gigantescos que poblaron el mundo antes de que nosotros cometiéramos el desliz de descender del mono.

Hay, además, un buen puñado de religiones que niegan los derechos de las mujeres y que aprietan muy fuerte los puñitos cuando alguien reivindica que sus cuerpos les pertenecen a ellas y no a un dios voyeur que mata el tiempo vigilándonos desde las nubes.

En el siglo XX, el negacionismo se popularizó también entre las personas que no profesaban ningún credo. Se convirtió, así, en un fenómeno pop. Gente con gorritos de papel albal empezó a negar que el hombre hubiese llegado a la Luna o que Finlandia fuese un país auténtico. Los pájaros también despertaron muchas (y comprensibles) sospechas. No obstante, lo que más dudas provocó fue, sin ninguna duda, el clítoris, ese pequeño bribón agazapado. Aún hoy, un grupo nutrido de jóvenes que hieden a Doritos, esmegma y misoginia continúa manteniendo viva la llama de esa incredulidad.

En el siglo XXI, el negacionismo siguió prosperando hasta alcanzar su Edad Dorada. Inauguramos el milenio negando el cambio climático y hemos terminado negando incluso una pandemia que colapsa los hospitales y sega la vida de millones de personas en todo el planeta. Se trata, en realidad, de una performance con actores muy implicados que están dispuestos incluso a dar su vida por el papel.  

Así, no es de extrañar que el negacionismo se haya incorporado al debate político. El trumpismo niega el cambio climático, Vox los derechos del colectivo LGTBI y Boris Johnson las reuniones de trabajo sin farlopa sobre la mesa.

Sus diferentes manifestaciones son cada vez más frecuentes y peregrinas. La semana pasada, sin ir más lejos, Alfonso Fernández Mañueco, el candidato del Partido Popular a la presidencia de Castilla y León, negó las macrogranjas sobre las que se estaba discutiendo. “¿Macrogranjas? ¿Qué macrogranjas? Yo sólo veo coworkings para el ganado. Macrogranja ni una”.  

No les culpo. Supongo que es una inclinación natural. Todos nosotros somos un poco negacionistas de vez en cuando, por ejemplo, al afrontar una pérdida. La negación es una de las fases del duelo que todos atravesamos. Es normal que se manifieste en diferentes facetas de nuestra vida. Podemos optar por superarla, haciendo gala de nuestra madurez emocional e intelectual, o por intentar sacarle partido económica, política y personalmente.

Yo, por supuesto, voy a optar por sacarle partido.

Mi propósito de año nuevo es convertirme en coach del negacionismo, entrenar a la peña para que, en vez de afrontar sus problemas, aprenda a eludirlos con ingenio, poniéndose las manos delante de los ojos y continuando con lo suyo.

Sé que no va a ser fácil porque el negacionismo requiere una gran autoestima, tener la capacidad de levantarte por las mañanas y decirle al mundo: “No tengo ni remota idea de cómo funciona el cuerpo humano, pero estoy convencido de que conozco los entresijos de las enfermedades víricas mejor que la OMS o que cualquier parguela de Harvard con un doctorado en medicina”.

Por esa razón, voy a empezar mi entrenamiento negacionista negando cosas muy sencillas.

Negaré en primer lugar el salario según valía que aparece en las ofertas de empleo. No existe. No ha existido jamás. Las empresas lo mencionan únicamente para no decir cuánto piensan pagar. Al hacerlo, obligan a los candidatos a participar en una “puja a la baja”. El que menos pasta espera ganar es el que, en igualdad de condiciones, consigue el empleo. Una estrategia de este tipo es radicalmente incompatible con los climas de laburo idílicos de los que presumen todas las compañías en sus vergonzantes declaraciones de LinkedIn.

Negaré después la mal llamada cultura de la cancelación. Las redes sociales no cancelan a los cómicos rancios o a los articulistas que coquetean con la extrema derecha. Lo que hacen, Manolo, es manifestarse en contra de tus actitudes miserables. Quizá te moleste porque no estás acostumbrado a que te repliquen, pero es lo que sucede cuando la libertad de expresión se democratiza.

Mi entrenamiento terminará con la negación tajante del inglés nivel intermedio. Nadie habla inglés nivel intermedio. El inglés se habla o no se habla y ni tú ni yo lo hablamos.

Confío en que estas negaciones me preparen para impartir mis sesiones de coaching porque no puedo contener más las ganas de vaciar las carteras de los empresarios crédulos que antes se tragaron las milongas de la psicología positiva, el mindfulness y el (me entra la risa tonta al escribirlo) salario emocional.

Necesito la pasta porque, por mucho que me moleste, todavía no dispongo de las facultades para negar el turbocapitalismo depredador en el que vivimos instalados.

Tiempo al tiempo.